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Encontré la bola del picaporte, la giré despacio y empujé con cautela.
Hubo un zumbido.
Hice cuatro cosas al mismo tiempo: dejar el picaporte, dar un salto, apretar el
gatillo y recibir en el brazo izquierdo un golpe procedente de algo fuerte y
pesado como una piedra.
No conseguí ver nada a la luz del fogueo del disparo. Nunca sirve para iluminar
nada, aunque lo pueda parecer.
La voz de un anciano rogó:
 No haga eso, amigo. Es injusto.
 Encienda una luz  dije.
Saltaron chispas de una cerilla frotada en el suelo, se consolidó la llama y, a la
luz de la oscilante llama amarillenta, vi la cara de un anciano, una cara sin
expresión, como las hay a cientos en los bancos de los parques. El anciano
estaba sentado en el suelo con las piernas muy abiertas. Parecía que no había
sido alcanzado por el disparo. A su lado vi la pata de una mesa.
 Póngase en pie y encienda una luz  le ordené . Y mientras tanto,
encienda cerillas.
Frotó otra cerilla, la puso detrás de la palma de la mano curvada al levantarse
para atravesar la estancia, y encendió una vela colocada sobre una mesa de
tres patas.
Fui detrás de él. Tenía el brazo izquierdo muerto, si no le hubiera sujetado para
estar más seguro.
 ¿Qué hace usted aquí?  le pregunté cuando encendió la vela.
No necesité respuesta. Todo el fondo del local estaba repleto hasta seis pies
de altura de cajas de madera con la leyenda: «Miel de Arce Perfection.»
Levanté la tapa de una de las cajas mientras el viejo me juraba que él no sabía
nada de todo esto; que hacia dos días un hombre llamado Yaltes le había
contratado como vigilante; y que si había algo de malo en el asunto, él era
inocente.
Las botellas guardadas en las cajas tenían etiquetas de whisky Canadian Club,
impresas con un sello de caucho.
Me despreocupé de las cajas, y llevando de guía al anciano con la vela
inspeccioné el almacén. Como suponía, no había nada que pudiera delatar que
el dueño fuera el Susurro.
Mi brazo ya estaba un poco más recuperado. Regresamos al almacén de las
cajas, y pude recoger una botella. Me la guardé en el bolsillo y le advertí al
anciano:
 Es mejor que se vaya. A usted le contrataron para ocupar el lugar de alguno
de los hombres de Pete el Finlandés, que se convirtieron en policías. Pero Pete
ya no vive y el negocio desapareció.
El anciano se quedó parado delante de las cajas cuando me fui por la ventana.
 ¿Qué tal te fue?  me preguntó Mickey.
Saqué la botella de cualquier cosa menos Canadian Club, la destapé, se la
pasé, y me eché un trago al coleto.
 ¿Qué pasó?  repitió.
 Tenemos que encontrar el almacén de Red Man  dije.
 Te buscarás un lío siendo tan hablador.
Al cabo de tres manzanas de recorrido vimos un rótulo estropeado que decía:
«Red Man y Cía.» El edificio sobre el que lucía el rótulo, era alargado y chato,
con tejado de hierro galvanizado y algunas ventanas.
 Dejaremos el bote a la vuelta de la esquina  le dije . Y ahora vendrás
conmigo. La última vez me aburrí solo.
Cuando nos apeamos del cupé vimos un callejón por el que supimos se llegaba
a la parte trasera del almacén. Entramos.
Algunas personas andaban por las calles, pero era todavía muy temprano para
que comenzaran su trabajo en las fábricas que abundaban en esa zona de la
ciudad.
En la parte de atrás del edificio vimos algo interesante. Estaba cerrada, pero
mostraba señales, en el quicio y el borde del bastidor, de que alguien había
intentado abrirla con una palanqueta.
Mickey intentó abrirla. No tenía echada la llave. La abrió muy poco a poco, con
intervalos de tiempo por medio, hasta que presentó un hueco suficiente para
entrar.
Nada más entrar oímos una voz. No la entendimos. Era sólo un rumor lejano
perteneciente a la voz agresiva de un hombre.
Mickey señaló con el pulgar las marcas de la palanqueta y dijo:
 No lo ha hecho la policía.
Me adelanté dos pasos apoyado en los tacones de goma. Mickey caminó
pegado a mí.
Ted Wright me explicó que el escondrijo del Susurro estaba arriba, en la parte
trasera. La voz bien podía proceder de allí.
- Déjame la linterna  le dije a Mickey.
Me la colocó en la mano izquierda. Yo tenía la pistola en la derecha.
Avanzamos muy despacio.
Por la puerta entreabierta se filtraba suficiente luz en el local como para
permitirnos atravesarlo en dirección al hueco de una puerta. Después todo se
sumía en las sombras.
Encendí la linterna, vi una puerta, apagué la linterna y seguí adelante. Otro
rayo de luz nos mostró la escalera.
Subimos los peldaños como si pensáramos que podía romperse de un
momento a otro.
No se oía la voz. Era otro sonido. No podía identificarlo. Era, si puede decirse
así, una voz tan baja que no se oía. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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