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entusiasmo. Los hombres rebajados por la hipocresía viven sin ensue-
ño, ocultando sus intenciones, enmascarando sus sentimientos, dando
saltos como el eslizón; tienen la certidumbre íntima, aunque inconfesa,
de que sus actos son indignos, vergonzosos, nocivos, arrufianados,
irredimibles. Por eso es insolvente su moral: implica siempre una si-
mulación.
Ninguna fe impulsa a los hipócritas; no sospechan el valor de las
creencias rectilíneas. Esquivan la responsabilidad de sus acciones, son
audaces en la traición y tímidos en la lealtad. Conspiran y agreden en
la sombra, escamotean vocablos ambiguos, alaban con reticencias
ponzoñosas y difaman con afelpada suavidad. Nunca lucen un galardón
inconfundible: cierran todas las rendijas de su espíritu por donde po-
dría asomar desnuda su personalidad, sin el ropaje social de la mentira.
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El hombre mediocre donde los libros son gratis
En su anhelo simulan las aptitudes y cualidades que consideran
ventajosas para acrecentar la sombra que proyectan en su escenario.
Así como los ingenios exiguos mimetizan el talento intelectual, emba-
lumándose de refinados artilugios y defensas, los sujetos de moralidad
indecisa parodian el talento moral, oropelando de virtud su honestidad
insípida. Ignoran el veredicto del propio tribunal interior; persiguen el
salvoconducto otorgado por los cómplices de sus prejuicios conven-
cionales.
El hipócrita suele aventajarse de su virtud fingida, mucho más
que el verdadero virtuoso. Pululan hombres respetados en fuerza de no
descubrírseles bajo el disfraz; bastaría penetrar en la intimidad de sus
sentimientos, un solo minuto, para advertir su doblez y trocar en des-
precio la estimación. El psicólogo reconoce al hipócrita; rasgos hay
que distinguen al virtuoso del simulador, pues mientras éste es un
cómplice de los prejuicios que fermentan en su medio, aquél posee
algún talento que le permite sobreponerse a ellos.
Todo apetito numulario despierta su acucia y le empuja a descu-
brirse. No retrocede ante las arterías, es fácil a los besamanos femeni-
nos, sabre oliscar el deseo de los amos, se da al mejor oferente,
prospera a fuerza de marañas. Triunfa sobre los sinceros, toda vez que
el éxito estriba en aptitudes viles: el hombre leal es con frecuencia su
víctima. Cada Sócrates encuentra su Mélitos y cada Cristo su Judas.
La hipocresía tiene matices. Si el mediocre moral se aviene a ve-
getar en la penumbra, no cabe bajo el escalpelo del psicólogo: su vicio
es un simple reflejo de mentiras que infestan la moral colectiva. Su
culpa comienza cuando intenta agitarse dentro de su basta condición,
pretendiendo igualarse a los virtuosos. Chapaleando en los muladares
de la intriga, su honestidad se mancilla y se encanalla en pasiones
innoblemente desatadas. Tórnase capaz de todos los rencores. Supone
simplemente honesto, como él, a todo santo o virtuoso; no descansa en
amenguar sus méritos. Intenta igualar abajo, no pudiendo hacerlo arri-
ba. Persigue a los caracteres superiores, pretende confundir sus exce-
lencias con las propias mediocridades, desahoga sordamente una
envidia que no confiesa, en la penumbra, ensalobrándose, babeando sin
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morder, mintiendo sumisión y amor a los mismos que detesta y carco-
me. Su malsinidad está inquietada con escrúpulos que le obligan a
avergonzarse en secreto; descubrirle es el más cruel de los suplicios. Es
su castigo.
El odio es loable si lo comparamos con la hipocresía.
En ello se distinguen la subrepticia medrosidad del hipócrita y la ada-
mantina lealtad del hombre digno. Alguna vez éste se encrespa y pro-
nuncia palabras que son un estigma o un epitafio; su rugido es la luz de
un relámpago fugaz y no deja escorias en su corazón, se desahoga por
un gesto violento, sin envenenarle. Las naturalezas viriles poseen un
exceso de fuerza plástica cuya función regeneradora cura prontamente
las hondas heridas y trae el perdón. La juventud tiene entre sus precio-
sos atributos la incapacidad de dramatizar largo tiempo las pasiones
malignas; el hombre que ha perdido la aptitud de borrar sus odios está
ya viejo, irreparablemente. Sus heridas son tan imborrables como sus
canas. Y como éstas, puede teñirse el odio: la hipocresía es la tintura de
esas canas morales.
Sin fe en creencia alguna, el hipócrita profesa las más provecho-
sas. Atafagado por preceptos que entiende mal, su moralidad parece un
pelele hueco; por eso, para conducirse, necesita la muleta de alguna
religión. Prefiere las que afirman la existencia del purgatorio y ofrecen
redimir las culpas por dinero. Esa aritmética de ultratumba le permite
disfrutar más tranquilamente los beneficios de su hipocresía; su reli-
gión es una actitud y no un sentimiento. Por eso suele exagerarla: es
fanático. En los santos y en los virtuosos, la religión y la moral pueden
correr parejas; en los hipócritas, la conducta baila en compás distinto
del que marcan los mandamientos.
Las mejores máximas teóricas pueden convertirse en acciones
abominables; cuanto más se pudre la moral práctica, tanto mayor es el
esfuerzo por rejuvenecerla con harapos de dogmatismo. Por eso es
declamatoria y suntuosa la retórica de Tartufo, arquetipo del género,
cuya creación pone a Moliére entre los más geniales psicólogos de
todos los tiempos. No olvidemos la historia de ese oblicuo devoto a
quien el sincero Orgon recoge piadosamente y que sugestiona a toda su
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familia. Cleanto, un joven, se atreve a desconfiar de él; Tartufo consi-
gue que Orgon expulse de su hogar a ese mal hijo y se hace legar sus [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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