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en la casa, cruzó la antesala, el comedor, el salón, el
dormitorio. No vio a nadie. Llamó y nadie le
respondió.
Pensó que quizá Geneviève habría salido para
comprar algo que necesitara. Le pareció una gran
imprudencia. Pero, aunque comenzaba a dominarle
la inquietud, todavía no sospechó nada.
Esperó paseándose; de vez en cuando se
asomaba a la ventana. Enseguida creyó oír unos
pasos en la escalera; escuchó: no eran los de
Geneviève; se acercó al descansillo, asomándose a la
barandilla y reconoció a su criado. Le llamó y le
preguntó por Geneviève. El hombre no la había
visto.
—Entonces, vuelve abajo y pregunta al portero
y a los vecinos.
Maurice esperó en la escalera cinco o seis
minutos; luego, viendo que no volvía Scévola, se
dirigió a la ventana: vio a su criado entrar en dos o
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tres tiendas y volver a salir. Impaciente, le llamó y le
hizo señas para que subiera.
—El portero es el único que la ha visto salir —
dijo Scévola cuando estuvo de nuevo arriba.
—¿Sola? Es imposible que Geneviève haya
salido sola.
—No iba sola, ciudadano; la acompañaba un
hombre.
—¡Cómo!, ¿un hombre? Ve a buscar al portero;
tengo que saber quién es ese hombre.
Scévola dio dos pasos hacia la puerta; luego se
volvió y dijo:
—Escuche; puede que sea el hombre que ha
corrido detrás de mí para pedirme la llave del
apartamento de parte de usted.
—¿Le has dado la llave del apartamento a un
desconocido? —exclamó Maurice, cogiendo a su
criado por el cuello con ambas manos.
—No era un desconocido, ciudadano; sino un
amigo suyo; ese hombre que vino un día...
—¿Qué día?
—Aquel en que usted estaba tan triste; usted se
fue con él y volvió muy alegre...
Maurice le miró con aire asustado; un
estremecimiento recorrió sus miembros, y tras un
largo silencio, preguntó:
—¿Dixmer?.
—Sí; creo que es ése, ciudadano —dijo el
criado.
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Maurice se tambaleó y cayó de espaldas en un
sillón. Sus ojos se nublaron. Luego posó su vista en
el ramo de violetas dejado por Geneviève. Se
precipitó a cogerlo, lo besó; y luego, al observar el
sitio donde había estado colocado, dijo:
—No cabe duda; estas violetas... son su último
adiós.
Entonces se volvió y observó que la maleta
estaba a medio hacer. A partir de ese momento se lo
explicó todo, imaginándose la escena que se había
desarrollado entre aquellas cuatro paredes. Hasta ese
momento había estado abatido. Se levantó, cerró la
ventana, cogió sus pistolas, examinó el fulminante y
comprobó que se hallaba en buen estado, y se metió
las armas en el bolsillo. Luego, se guardó en la bolsa
dos cartuchos de luises y, tomando su sable, llamó a
su criado y le dijo:
—Scévola, creo que me aprecias; nos has
servido a mi padre y a mí desde hace quince años.
Escucha, si esta señora que vivía aquí... Si vuelve,
recíbela, cierra la puerta tras ella, coge esa carabina,
apóstate en la escalera y no deje entrar a nadie. Si
pretenden forzar la puerta, impídelo; pega, mata, y
no temas nada; yo cargo con toda la responsabilidad.
El acento del joven y su vehemente confianza,
electrizaron a Scévola.
—No sólo mataré —dijo—, sino que me dejaré
matar por la ciudadana Geneviève.
—Gracias; ahora, escucha: este apartamento me
es odioso y no quiero volver a él si no la encuentro.
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Si ella logra escapar y vuelve, coloca en tu ventana
el jarrón japonés con las margaritas que tanto le
gustaban; eso durante el día; por la noche, pon un
farol. Cada vez que pase por la calle, miraré; y hasta
que no vea el jarrón o el farol, continuaré mis
pesquisas.
Scévola le recomendó prudencia. Maurice no
respondió, salió de la habitación y bajó las escaleras
como si tuviera alas. Se dirigió a casa de Lorin y le
contó lo sucedido, manifestándole sus sospechas de
que Dixmer hubiera matado a Geneviève.
—No, querido amigo —dijo Lorin—; no la ha
matado; no se asesina a una mujer como Geneviève
después de tantos días de reflexión. No; de matarla,
lo hubiera hecho en el momento de encontrarla,
dejando el cuerpo en tu casa como señal de
venganza. No; él se la ha llevado consigo, feliz de
haber recuperado su tesoro.
—Tú no le conoces. Ese hombre tenía algo
funesto en la mirada.
—Te equivocas. Siempre me ha dado la
impresión de un hombre valiente. La ha cogido para
sacrificarla. Se hará detener con ella y los matarán
juntos. Ahí está el peligro.
—¡La encontraré!, ¡la encontraré o moriré! —
exclamó Maurice.
—En cuanto a eso, estáte seguro. Pero cálmate.
Cuando no se reflexiona, se busca mal; y cuando se [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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